Hay que tener
mucho cuidado para hablar de Montevideo porque es una ciudad de dolor.
En Montevideo siempre se sufre un poco más que en el resto del
mundo.
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Montevideo es
una ciudad llena de sueños. Por eso nadie la cuida. Y además, no se
puede estar en Montevideo y estar en Montevideo al mismo tiempo. En
Montevideo soñamos con países distantes o amores imposibles o destinos
nuevos. Cuando se está en Montevideo y se está casi en Montevideo, uno
entra en estado de peligro y entonces oye
tangos.
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Los
sábados, en Montevideo, se puede oír candombe. Con prudencia.
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A Montevideo,
los niños lo ven lindo, con su cerro y su fortaleza, y dicen que allí
nacieron, allá por el mes de enero de hace muchos, muchos, muchos
años.
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El mar a
cada lado de la península: la duplicidad de Montevideo.
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Todos
los montevideanos sabemos lo que es caminar por General Flores de
madrugada. Por eso nadie lo hace. Es un saber revelado y sin testimonio
porque si alguien lo testimoniase no tendría nada para contar.
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En un café de
Montevideo, me presentaron a un hombre y a una mujer que debían tener
unos cuarenta y cinco años y que eran novios. Se sentaron a mi mesa y
charlamos. Dijeron que el calor de aquel día no era normal, que debía
llover. Yo dije que sí, que llovería con seguridad y que sería agradable
ver la lluvia. Me preguntaron dónde vivía yo y me dijeron que habían
hecho un viaje por Brasil y que las playas eran muy hermosas. Ya Buenos
Aires les resultaba parecida a París. Después volvimos a hablar del
deseo de que lloviese al día siguiente, que iba a ser agradable esa
lluvia, con seguridad. Cuando se fueron, era bastante tarde.
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París es
siempre de mañana, con flores blancas de Boulogne y rosas. En Lima y en
Praga siempre es el atardecer, rojo, como encendido. Buenos Aires es
noche de verano y con perfume de jazmín. Cuando en Río amanece — gloria
celeste — en San Pablo son las siete de la mañana y el aire tirita. Ya
en Montevideo es siempre la hora de la siesta, uno bosteza y hace la
digestión. Es calentito, no se crea.
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Dijo:
Il dinero no
hace la felicidad.
El
trabajo dignifica al hombre.
Montevideo es la tacita del Plata.
Pensaba:
Yo quería ser
rico, inactivo y berlinense.
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Montevideo
era un puesto militar avanzado en el Río de la Plata y nació sin nombre:
Monte VI de Este a Oeste. San Felipe se había adormecido y Santiago tuvo
un sobresalto. Entonces Montevideo conoció el tedio y la guerra —
innombrables — y ya nunca tuvo calma.
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Yo estaba en
Montevideo y soñé con una ciudad muy bella. Había edificios de mármol y
palacios y puertas de bronce y casinos con mujeres espléndidas y joyas.
Todos bebían champán, y yo no le hice mal a nadie.
BELLO AMOR
Bello amor, bellos amantes,
porque el amor no
pasa
de un memorial de hombres que me amaron,
el sexo idéntico,
idéntico
el ancestro conjugado,
bello y estéril, bello
porque
estéril, porque destinado
al memorial de hombres que me amaron
de
antes, sin después, al otro
lado de sus vidas, sin otro
rostro que
el insomne
habitante del deseo, se consume
de belleza antes,
siempre antes de los hombres,
el memorial de hombres que me
amaron.
ORO DEL RHIN
¿El futuro será una ilusión?
El futuro es una
ilusión.
(El futuro fue una ilusión)
Todo lo cual no pasa de una impertinencia.
PLACE DES VOSGES
Futuro era el de
antes, el del tiempo de mis quince años. Todas las noches me gasto las
suelas de los zapatos caminando hasta la plaza Matriz, y me siento a
esperar el futuro. Vení, comprá maníes con chocolate y sentate. Las
mujeres que fuman ya me conocen. Yo no, todavía no me conozco. Y tampoco
miro a nadie, ni a nada. Como maníes con chocolate. ¿Espera a alguien?
Sí, al futuro. Respiro hondo, sentado del lado de la Catedral, de
espaldas a la calle Sarandí. Todas las noches, soy asiduo y puntual. Sé
que cuando el futuro aparezca, vendrá volando por atrás del Cabildo. Una
ráfaga, y yo lo atraparé en mis pulmones y me llevará leve como en un
globo, lejos de la plaza. La noche está fresca, llovió de tarde. ¿Y hoy,
llegó? No, debe estar atrasado, viene de muy antes. Los maníes con
chocolate me pesan como una piedra. Y me miro los zapatos,
desamparados.
LA TABLA DE MENDELEIEV
Dimitri Ivánovich Mendeleiev
(Tobolsk, Siberia,
1834 - San Petersburgo, 1907)
Dimitri Ivánovich, amigo puntual: te lo
confieso,
últimamente ando desencontrado, se me confunden
las
lunaciones, supe que me hacía trampas
el solitario, toco y no me
cierra
la escala periódica entre los dedos.
De noche no duermo, y
recorro en la tabla
los metales más raros y pesados,
aquel del
cansancio milenario que previste sin saber nombrar,
mineral, salado,
el de la estatua.
Fui presionando con las yemas de los dedos,
encontré amantes
escondidos atrás de los jacintos, era entre el
umbral y el cielo,
y vi los genios que bajaban por los cipreses para
tocar a los muchachos.
También contemplé el vientre atómico
de las
cruces y las flechas, abierto bajo la luna llena:
se maldecían de
tanto que se amaban.
Entonces fui un amante metafísico (era el
cansancio)
y absorbía los Valores con los labios secos.
Me
disfracé de pastora en el Segundo Imperio y consultaba las
tablas
historiadas con grabados de Doré. Mi perfil era griego
y
abrigaba sonetos con la lana del rebaño
que le robé a Virgilio. Tenía
el plectro
engarzado con metales preciosos,
y otros que no eran
preciosos, Dimitri,
lo confieso, pero eran mi tabla de
salvación.
Después vino el otoño, y los metales volátiles,
los del
vino que mareaba el sueño de los dioses,
me desviaron las manos hacia
el sur,
¡Islas Marquesas!, gritaba el
equipaje,
a rehacer la escala inevitable.
Hablé aliviado con el
Inca en Cuzco,
le pedí consejos de coquetería en el futuro
próximo
y lejano y el futuro futuro
de tu Tobolsk inversa, y me descubrí en
la playa
en brazos de un Marqués rubio y ciego
e impotente y
sabio.
Dimitri, hice tabla rasa del orden de los elementos
y giro
entre trece signos nuevos para mi horóscopo
de estrella sin galaxia.
Se me saltean peldaños
en la escala, y oigo la risa de Jacob
por
las fisuras del universo.
ECLIPSE
Sabías que esa noche llegaría, la del sistro de
caliza
yaciendo en la caverna, en silencio los lobos
y los hombres
de manos artífices, tan diestros
en el arte de morirse.
¿Y tú, ahí
afuera, te sorprendiste herido por los astros?
Ya no palpitan, no son
almas donde huía fugaz una pasión, esta vez
nacieron opalinos huevos
del eclipse, esperando por abrirse
en el derrrumbe. Caerán sobre la
tierra que pisaste, planetas huecos
de la primera cuadratura, piedras
rotas sobre el cristal que habías historiado
con tus viejas escenas
de caza en Nínive.
La hora llegó, ya viste demasiado el pergamino de
tu cielo.
Ya sabes que tu pecho en negativo no acusa corazón ni
familia ni nada
de sagrado, Fressia irremediable, sólo esa ostra
celeste hecha de tiempo,
madreperla menguante (no repitas la mala
suerte en el eclipse)
donde volvía a nacer siempre tu padre,
indagando inútilmente
por un hijo, su mensaje en el tiempo, huellas
digitales contra el vidrio
empañado de futuro y a ti, botella al mar,
te tragaba el torbellino,
dorsal, desde los Apeninos a la pampa.
No nos fijemos en detalles, eso
era el futuro, ya lo sabías
refugiado en el vientre del bisonte:
eras hombre y mujer, y el cielo
fue un desierto
donde ardió media hora la fogata fría de tus huesos,
y estaba escrito que no hubiera bordes ni destino
ni esperanza de
morir cercado de tus hijos, el semicírculo acosado
desde antes de
nacer. No te veo acariciando sus blandos esqueletos,
tus niños
muertos (de joven llorabas), canciones para danzar
entre los dientes
de papel del dragón chino, tan manso
como las lunas rupestres de cada
aniversario, recién nacían,
eran las últimas sombras del eclipse,
mientras el sistro, Fressia,
te seguirá esperando rajado entre tus
manos.